En 1937 Hawayo Takata,
una mujer hawaiana de ascendencia japonesa, trajo a Occidente uno de
los secretos mejor guardados del país de sus antepasados. Aquejada de
varias enfermedades tanto pulmonares como gastrointestinales, aquella
mujer volvió a Tokyo con sus padres para, entre otros asuntos,
procurarse atención médica adecuada.
Cuenta la leyenda que en la mesa de operaciones, donde el
cirujano ultimaba los preparativos para extirparle el apéndice, Takata
comenzó a escuchar una voz. Una voz que susurraba: «no necesitas esta
operación». Decidida, Takata renunció a la cirugía y en su búsqueda de
terapias no invasivas encontró la milenaria técnica del Reiki.
Cuando su delicado estado de salud fue evolucionando favorablemente, y
tras la II Guerra Mundial, Takata volvió a Hawaii y enseñó lo aprendido
durante 30 años. Así, el archipiélago estadounidense fue la puerta de
entrada a Occidente de esta técnica milenaria.
Hoy en España cada vez son más las personas que practican
reiki, o conocen a alguien que ha recurrido a él. El escepticismo
científico alrededor de esta disciplina, calificada como simple placebo o
técnica de relajación durante años, contrasta ahora con el hecho de que
personal sanitario de hospitales como el Doce de Octubre o el Ramón y Cajal hayan recibido cursos de Reiki para ofrecérselo a diversos pacientes.
En
idioma japonés reiki significa «energía vitual universal». Considerada
como una terapia alternativa, pocos usuarios saben explicar al detalle
en qué consiste. A priori, el Reiki es una técnica en la que el
terapeuta canaliza energía vital (ki) del exterior y la proyecta hacia
sí mismo o hacia otras personas. Esa energía desbloquea las zonas del
receptor en las que el ki ha quedado enquistado y ha contribuido a
crearle un mal anímico o de salud.
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