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miércoles, marzo 12, 2008
La monja soriana sor María Jesús de Agreda
La médium azul del rey
El rey Felipe IV confió a una monja de clausura soriana la misión de que le pusiera en contacto con las almas de su esposa Isabel de Borbón y su hijo, el príncipe Baltasar Carlos. Estamos ante una de las historias de médiums más desconocidas de la Historia. Por Javier Sierra
Allí sigue. Imperturbable desde que el domingo de Pentecostés de 1665 expirara tras decir «ven, ven, ven» y extendiera sus brazos a la muerte. La última vez que vi su cuerpo fue el pasado mes de julio. No deja de sorprenderme que todavía hoy duerma incorrupto en su urna de cristal junto al altar mayor del Monasterio de la Concepción de Agreda. En esa iglesia, sola y casi olvidada, aguarda a que la Historia valore su verdadera influencia en la España de Felipe IV y a que el Vaticano la declare santa un día de éstos. Me refiero, claro está, a la monja soriana sor María Jesús de Agreda, también conocida como la dama azul.
Esta religiosa de clausura se ganó su curioso sobrenombre después de los hechos que protagonizó hacia 1623, viajando en más de 500 ocasiones a Nuevo México, Arizona y Texas. Varios documentos del Siglo de Oro atestiguan que predicó la «fe verdadera» a los indígenas de Norteamérica tiempo antes de que fueran bautizados por los primeros misioneros españoles. De hecho, las mismas fuentes afirman que sor María Jesús, en éxtasis, recorrió los 10.000 kilómetros que separaban su convento de las riberas del río Grande, en el Far West americano, gracias al don de la bilocación. Esto es, a su capacidad mística para poder estar en dos o más lugares a la vez.
En 1998, seducido por las crónicas de biógrafos como el padre Samaniego o la admiración que le profesaron Quevedo o Emilia Pardo Bazán, recorrí buena parte del suroeste de Estados Unidos para reconstruir sus vuelos. Incluso armé mi primera novela sobre los textos de aquellos evangelizadores que, atónitos, se encontraron con tribus enteras de indios que habían sido catequizadas por la misteriosa dama azul (1).
Lo que entonces no hice fue documentar la intensa relación epistolar que mantuvieron la monja azul de Agreda y el rey Felipe IV. Hoy enmendaré ese error. Si me hubiera tomado la molestia de examinar las 618 cartas que intercambiaron durante 22 años, habría descubierto que la bilocación fue, sin duda, la menor de las habilidades de sor María Jesús.
VIAJES AL PURGATORIO.
Por suerte, nunca es tarde para revisar una historia. Tras su correspondencia con el rey de Velázquez, Góngora o Calderón se escondía una mujer que también poseyó un extraño don profético. Sin salir jamás de su convento, ajena a intrigas palaciegas o conspiraciones de la corte, sor María de Agreda se anticipó a la victoria de los ejércitos de Felipe IV en Lérida, en marzo de 1644; predijo la conquista de Barcelona y su restauración a la Corona tras los disturbios del año anterior; o el sitio de Tortosa y la toma de Balaguer durante la guerra contra Francia. Pero, sobre todo, supo ganarse, carta a carta, la confianza del rey en asuntos sobrenaturales.
Todo comenzó en el verano de 1643, cuando Cataluña se había alzado en armas contra Felipe IV. El rey, sabiendo que su presencia en la zona daría moral a sus tropas, decidió desplazarse a Barcelona haciendo una breve escala en Agreda. El encuentro con aquella religiosa con fama de santidad le reconfortó. En la más pura tradición inaugurada por su padre Felipe III, encontró en ella alguien en quien confiar sus secretos. Su progenitor lo había hecho antes con otra mística de su tiempo, sor María Luisa de la Ascensión, palentina de Carrión de los Condes, que incluso convenció al monarca para que lo enterraran con los hábitos franciscanos. Como la de Agreda, la monja de Carrión fue vidente, profeta y dueña del don de la bilocación.
En el otoño de 1644, Felipe IV supo que había elegido bien a su consejera. La muerte prematura de su esposa Isabel de Borbón el jueves 6 de octubre precipitó los acontecimientos. Y es que, días antes de que la noticia llegara a la clausura, la monja tuvo una extraña visión. «Vi como si la tierra se dividiera», escribió. «Se me manifestó una profunda caverna y muy dilatada, llena de fuego». Según su testimonio, esa especie de cueva era el purgatorio. Sor María estaba segura. Lo había visto varias veces, cuando creyó haber descendido a él para consolar a sor Atilana de la Madre de Dios, una hermana de su congregación, o a algunos vecinos fallecidos de Agreda. Pero su sorpresa fue mayor cuando de aquel recinto vio emerger el alma de la reina, que le pidió limosna y ayuda. ¿Había muerto la esposa de Felipe IV?
Aún no se habían apagado los ecos de aquella visión cuando al día siguiente, domingo 9 de octubre, el correo de Madrid le entregó una carta en la que le informaban de que la reina se recuperaba favorablemente de sus dolencias. Turbada, se creyó engañada por el diablo. Pero no. La verdad era más simple: aquellos días el correo se había retrasado más de la cuenta. Una semana más tarde, la visión de sor María se confirmó... Y tras ello, se sucedieron otras nuevas. El 19 de octubre, entre las 10 y las 11 de la noche, sor María volvió a tropezarse con la reina. «Se me apareció vestida con las galas y guardainfantes que traen las damas; pero todo era de una llama de fuego», escribió. La difunta Isabel de Borbón le confió entonces un mensaje para su marido: «Y dirás al rey, cuando le vieres, que procure con toda su potestad impedir el uso de estos trajes tan profanos que en el mundo se usan; porque Dios está muy ofendido e indignado por ellos y son causa de condenación de muchas almas».
LA PROTECTORA DEL PRINCIPE.
La obsesión de Isabel por la decencia en el vestir fue compartida siempre por la madre Agreda. Ambas mujeres tuvieron mucho más en común, como su particular cruzada contra el Conde-Duque de Olivares, a quien consideraron responsable de la vida disoluta del monarca y al que lograrían, incluso, hacer caer en desgracia.
Fuera por eso o por otras causas, lo cierto es que Felipe IV creyó a pies juntillas en su relato y pidió a la monja que lo mantuviera informado de la estancia de su esposa en el purgatorio. Finalmente, el día de Difuntos del año siguiente, 2 de noviembre de 1645, sor María Jesús sorprendió a dos ángeles camino de ese limbo. Le dijeron que iban a sacar a la reina de sus padecimientos y llevarla ante Dios.
Esta situación volvería a repetirse en el otoño de 1646. En aquellas fechas, las cartas cruzadas entre el rey y la religiosa eran dos y hasta tres por semana. Felipe IV trabajaba duro en la formación del príncipe Baltasar Carlos como su sucesor. Unos meses antes, el 19 de abril, el rey se detuvo por segunda vez en Agreda para entrevistarse con la monja. Iba de camino a Pamplona, donde su heredero juraría lealtad ante las Cortes de Navarra. Sor María Jesús conoció allí a aquel jovencito de 16 años, tímido y risueño, al que el destino le tenía reservado un desenlace fatal.
En efecto: el 9 de octubre de 1646, tras contraer unas fiebres en Pamplona, murió en Zaragoza el único hijo varón del rey. Y menos de un mes después, Felipe IV, abatido, regresó por tercera y última vez al convento de sor María para pedirle un nuevo informe sobre el paradero de su hijo. La monja, que vio en aquella pérdida otro castigo a los pecados del monarca, prometió hacer lo imposible por regresar al purgatorio y buscar allí al príncipe heredero.
En un informe de varias páginas redactado en enero de 1647, la dama azul refirió a Su Majestad que fueron varias las veces que pudo parlamentar con Baltasar Carlos. «Se me apareció el alma de Su Alteza en la forma humana que tenía, pero con las penas del purgatorio que padecía», escribió. Y éste, como ya ocurriera con su difunta esposa, confió a la monja un nuevo mensaje de ultratumba: «Manifestarás a mi padre el peligro en que vive, porque está rodeado de tantos engaños, falsedades, mentiras y tinieblas de los más allegados y de otros que le sirven en diferentes ministerios».
Felipe IV superó aquel trance. Logró incluso engendrar a un nuevo heredero, Carlos II, al que el pueblo llamó El Hechizado. Su hijo no sólo heredó la Corona, sino su obsesión por la dama azul. Así, el 5 de junio de 1677, siendo ya rey, Carlos II visitó Agreda y solicitó a las monjas del Monasterio de la Concepción ver el cuerpo incorrupto de la confidente. Allí hizo lo que yo nunca he podido: besar su mano inerte y susurrarle al oído un «por ti vivo yo, madre mía».
(1) Javier Sierra. La dama azul. Ediciones Martínez Roca. Barcelona, 1998.
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